En el sillón rojo con Pamela McCarthy, editora adjunta de The New Yorker

La revista The New Yorker es conocida por muchas cosas; entre ellas, su periodismo de excelencia, sus críticas lúcidas y sus amadas y peculiares caricaturas. En Flipboard, The New Yorker creó un archivo con los mejores reportajes sobre historia, humor, política y artes.

Para descubrir cómo es trabajar allí, hablamos con Pamela McCarthy, editora adjunta de la revista.

Con experiencia en todos los niveles –desde correctora de estilo hasta editora ejecutiva–, el único objetivo en la carrera de McCarthy fue trabajar en revistas. Después de ayudar a reinventar Esquire y Vanity Fair, McCarthy se fue a The New Yorker, donde se desempeña desde hace 20 años.

Hablamos con McCarthy de la nueva relación entre The New Yorker y Flipboard y de los avances tecnológicos, entre otros temas.

Se dice que el rol de los editores adjuntos es descrito como una navaja suiza de multifunción; es decir, que se hace un poco de todo. ¿Podría explicar cómo hizo para tener esa variedad de habilidades y conocimientos?

(Risas) Me gusta eso, suena bien.

Entré a Esquire como editora y correctora de estilo en una época fantástica. Nora Ephron era la editora de planta y Gordon Lish era el editor de ficción. En las revistas funciona la meritocracia y estar en el escalón más bajo de la escalera y encontrarse conversando en pie de igualdad con la gente que manejaba ese lugar era emocionante.

Construí mi ascenso a través del departamento de corrección y luego la revista cambió radicalmente. Clay Felker llegó y la convirtió en un quincenario, la rediseñó y contrató nuevos redactores. Pasé de la corrección de estilo a hacerme cargo de todas las responsabilidades de la gerencia editorial. Después, cuando las cosas se encauzaron, volví a trabajar en la edición de historias.

Lo realmente interesante de aquella época fue ver la evolución de Esquire. Había empezado en la década de 1930 como una revista para hombres y después, en los 60, como Harold Hayes creo un área periodística y literaria, se convirtió en una revista con audiencia dual. Más tarde, había más lectoras que lectores y recuerdo a Nora cabildeando duro para remover el eslogan de la portada. “Revista para hombres” había estado ahí desde el primer ejemplar y había quedado obsoleto. Pero las revistas generales empezaban a tener problemas, las publicaciones especializadas se estaban volviendo más poderosas y acaparando los dólares de la publicidad.

Tuve una muy buena educación en el negocio de las revistas al trabajar con el equipo que aseguraba que Esquire sobreviva. Finalmente logró doblar la esquina y empezar a ganar dinero y yo la dejé para irme a Vanity Fair (risas).

Ir a The New Yorker fue la oportunidad de unirme a un venerable y viejo título que necesitaba reinsertarse en los nuevos tiempos. Nuestro trabajo fue hacer eso pero manteniendo el fundamento y la misión de la revista: reportajes a fondo, críticas inteligentes y, por sobre todo, la calidad de la escritura.

¿Se sintió intimidada al ir a The New Yorker?

Claro, todo el mundo se siente así (risas). Siempre hubo algo misterioso, la cortina nunca fue abierta del todo, muchas cosas eran desconocidas.

Pero la planta de personal había sido seleccionada de manera brillante. El trabajo en una revista siempre es un esfuerzo colaborativo y eso es lo divertido. Los editores están siempre interesados en hablar, intercambiar ideas, seleccionar ideas. Es un diálogo durante todo el día, todos los días. Llegas a un nuevo lugar, haces eso y después todo es más fácil.

¿Cuál es la historia más memorable que haya editado? ¿Cómo se compara eso con el presente?

Dejé de editar historias de manera individual cuando vine a The New Yorker. La gerencia editorial es muy demandante. Si vas a editar y cerrar una historia de 8.000 palabras, debes ser capaz de cerrar tu puerta por horas. Mi puerta, sin embargo, debe estar todo el día abierta.  Hay gente adentro y afuera de aquí con preguntas, rompecabezas, problemas sobre cómo una historia debe ser presentada, preguntas sobre fuentes, decidir quién debe cubrir qué, nuevas cosas en las que pensar sobre el modelo de negocios de la revista. Hay 347 decisiones que deben ser tomadas cada día.

En sus 90 años de existencia, ¿cómo hizo The New Yorker para mantener su valor cultural?

Tenemos gente de todas las edades en la revista. Es un lugar donde una voz puede ser escuchada entre muchas otras voces, muchas de ellas tienen décadas de experiencia.  Yo tengo eso y ahora estoy en una posición donde quiero gente que no tenga décadas de experiencia, que me den la visión desde donde ellos están en la vida.

David (Remnick) maneja la revista de una manera que es muy inclusiva. En nuestras reuniones de intercambio de ideas participa gente de todos los departamentos y niveles: a esas reuniones van asistentes editoriales, chequeadores de datos, etc. Así es como una se mantiene actualizada.

¿Qué consejo le daría a su yo más joven?

Lo que he aprendido es que, al final, se pueden resolver todos los problemas con un equipo formado por las personas indicadas. Se necesita dar un paso atrás, estar relajado a incluir a otros. Hay que aprender a distinguir entre lo urgente y lo importante, que no siempre es lo mismo.

¿Sintió alguna vez que sufría de sobrecarga de información?

Es algo a lo que uno le encuentra la forma de manejarlo; si no, se pierde la cabeza. Es fantástico que toda esa información exista en el mundo.  Pero el desafío es encontrar valores.

Ese es el punto de Flipboard, que lo usan millones de personas simultáneamente para establecer un orden que es simultáneamente moldeado a medida según el gusto personal. Es algo fantásticamente útil.

77 millones de personas están tomando este camino para acercarse a un asombrosamente extenso océano de material informativo y nadar a través de él, encontrando su manera de hacerlo. Es realmente genial: altamente organizado, estructurado de una manera muy específica y es presentado de una manera que es emocionante y tiene sentido de la oportunidad. Hay un orden pero uno no se siente rígidamente acorralado, realmente tiene cierto sentido de lo inesperado.

¿Cómo son sus hábitos de lectura? ¿Cuáles son las primeras cosas que lee a la mañana?

Debo confesar que primero reviso mi correo electrónico y Twitter. Puedo saltar a un artículo, pero habitualmente empiezo leyendo The New York Times en mi teléfono, después cambio al diario impreso que es todavía una gran tecnología. Desplegar el diario de papel sobre la mesa con una tasa de café es un verdadero placer.

Vuelvo al teléfono y sigo leyendo en el metro. Miro Flipboard y Twitter para ir más allá de ese círculo porque mi tiempo es limitado y es muy útil tener cosas dirigidas hacia mí.

¿Y en cuanto a libros?

Recién terminé de leer las novelas de Elena Ferrante. Fui bastante rápido, estaba atrapada. Sentí que estaba viviendo con sus personajes.

Voy por la mitad del libro de Ta-Nehisi Coates que está cerca de mi cama y el próximo es “Barbarian Days” de Bill Finnegan.

¿Por qué son importantes los editores?

Somos los representantes del lector. Participamos en profundidad en conversaciones sobre las historias pero también en tecnología y decisiones comerciales. Muchas de las decisiones comerciales hoy en día impactan directamente en la experiencia de los usuarios. Como editores queremos estar cerca de nuestros lectores y trabajamos en los aspectos que creemos que más les sirven.

En el tiempo que lleva en The New Yorker hubo mucha convergencia entre medios y tecnología. ¿Fue esa educación –aprender sobre tecnología, para decirlo simplemente– útil?

¡Absolutamente! No es común tener un cambio en toda tu industria cuando estás en la mitad de la carrera.

Es emocionante tener nuevas maneras de pensar las cosas. Sobre todo, es una gran ventaja tener más formas de presentar esos materiales y trabajamos duro para tener cada día más lectores. El tráfico de nuestra web en julio fue de 14 millones de usuarios únicos. Tenemos más de 1 millón de suscripciones de pago de la revista –impresa y digital– y eso –más los 14 millones online– representa un gran alcance. El número de personas al que estamos llegando es mucho más grande.

Al final, la cosa más importante sobre la que pensamos cuando venimos aquí cada día es en las historias que estamos preparando: de qué tratan, cómo se presentan juntas. Invertimos cientos de horas –probablemente miles si sumamos todo el plantel– haciendo lo mejor con esas historias e imaginando cómo llegar a más y más gente y eso es apasionante.

Eso es lo que rige nuestras vidas aquí.

Para leer algunos de los mejores artículos del archivo de The New Yorker haz clic en alguna de las revistas que siguen:

Our 90th Anniversary by The New Yorker: The New Yorker a través de las décadas.

Hillary Clinton by The New Yorker: Una vida en la política.

LOL by The New Yorker: Del archivo con humor.

The Creative Life by The New Yorker: El proceso artístico.

~ShonaS está curando “Lettered

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